12/5/11

VÍCTIMAS SILENCIOSAS

UN PROFESOR APRENDE EN LA CALLE (CINCO)

    Después de formar parte de los que siempre se habían ocupado mucho de los derechos de los delincuentes, empezaba ahora por primera vez a considerar la cuestión de los derechos de los policías. Ahora que vestía el uni­forme de policía me parecía que los esfuerzos que hacía para proteger a la sociedad y velar por mi seguridad personal estaban amenazados por numerosas decisiones judiciales y por las medidas de indulgencia tomadas por la comi­sión de libertad bajo fianza que yo siempre había defendido con tenacidad. Yo, que había recibido una cierta instrucción, no podía responder a mis colegas cuando se preguntaban por qué los que matan y mutilan a policías (es decir, a hombres que tienen la alta misión de mantener la cohesión de la sociedad) son condenados tan a menudo a penas menores. Empezaba a cansarme de todos los esfuerzos que tenía que hacer para sujetarme a ciertas restricciones legales, cuando en el mismo momento los bandidos y los delincuentes no dejaban de burlar la ley en provecho propio. Me acuerdo de una tarde en que estaba en la calle leyéndole sus derechos a un revendedor de heroína cuando, de repente,  el individuo rompió a reír y termino de recitar de memoria la lección, sin alterar una sola palabra. Se le había informado sobre sus derechos con arreglo a la ley, pero ¿qué hacía é1 con los derechos de las víctimas? Por vez primera empezaban a asaltarme preguntas de este tipo.

    Habiendo sido educado en un hogar burgués y confortable y, habiendo trabajado en los servicios penitenciarios, nunca había conocido el tipo de miseria humana y de tragedia que forman parte de la vida cotidiana del policía. Ahora, visiones a menudo terribles, sonidos y olores que me habían sa­lido al paso durante mi trabajo quedaban rondando mi imaginación mucho tiempo después de haberme quitado el uniforme azul y la insignia. Algunas noches, en la cama, era incapaz de conciliar el sueño. Me esforzaba vanamente en olvidar lo que había visto durante mí patrulla: los tugurios infectados de ratones que servían de viviendas a los menos afortunados; un niño de diez años que moría en mis brazos después de haber sido atropellado por un automóvil; dos niños pequeños vestidos de harapos y hambrientos ju­gando en un corredor sucio de orina; la víctima de un ataque a mano armada, salvajemente atacada y asesinada.

    En mi nuevo papel de policía descubría que las víctimas eran algo más que estadísticas impersonales. Cuando era trabajador social de los servicios penitenciarios y profesor de criminología, apenas había pensado en quienes son las víctimas de los malhechores en nuestra sociedad. Ahora que veía tantas vidas irremediablemente rotas y destruidas por los autores de los crímenes, me obsesionaba la cuestión de la responsabilidad que incumbe a la sociedad de proteger a los hombres, las mujeres y los niños, “que son cada día víctima de esos malhechores.

    Entre todos los casos trágicos que he visto en estos últimos seis meses hay uno que recuerdo muy particularmente. Se trataba de un anciano que vivía con su perro en mi inmueble de las afueras. Era un conductor de autobús retirado, que había perdido a su esposa hacía mucho tiempo. Al cabo de algún tiempo, me había hecho amigo del viejo y de su perro. En general, les encontraba en la esquina de la calle cuando me dirigía al trabajo. Solíamos cambiar algunas palabras y, a veces, me acompañaba un rato. Ambos te­nían una regularidad cronométrica: cada tarde, hacia las 7, el anciano iba al mismo pequeño restaurante no lejos de allí para cenar, mientras que el perro esperaba pacientemente fuera.

    Una noche, mi colega y yo acudimos a una llamada por agresión a mano armada cerca de mi inmueble. Me dio un vuelco el corazón cuando al acercarme vi al pobre viejo en medio de un corro congregado en la acera. Estaba tendido de espaldas, en medio de un gran charco de sangre y trataba de levantarse apoyándose en un codo. Tenía una mano en el pecho, donde habla recibido una herida de bala y me dijo, respirando penosamente, que tres jóvenes le habían detenido y le habían pedido su dinero, habiéndose apoderado de su cartera y después de ver que había poco dinero, habían disparado sobre él y le habían dejado en la calle. Como policía, yo no podía contener mi indignación por la crueldad y la gratuidad de actos de este tipo, así como por la alevosía de aquellos gamberros cínicos que podían atacar con impunidad a ciudadanos inocentes.

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