10/5/11

CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

UN PROFESOR APRENDE EN LA CALLE (TRES)

El  profesor se había enfrentado con la cruda realidad. Descubrió que algunos “ciudadanos” en determinadas circunstancias, que podríamos considerar como “excepcionales” (aunque no lo sean tanto), no responden ante los legítimos requerimientos de los agentes de la autoridad en la forma que normalmente cabría esperar.  En unos casos por la concurrencia de alcohol o drogas y en otros por la existencia de determinados estados de ánimo o patologías difícilmente perceptibles hasta que la situación lleva al punto de no retorno.  Son numerosos los casos en los que una intervención policial que, en principio, no presentaba mayor dificultad técnica, ni era previsible que la situación degenerara, acaba con la detención de algún individuo que ha respondido con incontinencia verbal o física.  En los casos mas graves de desobediencia o resistencia se ha llegado a producir lesiones e incluso un resultado mucho mas grave en una u otra parte, algo que es difícil de entender desde la distancia que proporciona la serenidad y sosiego de un despacho.

A los agentes se nos pide que, en las relaciones con los “ciudadanos”, observemos en todo momento un trato correcto y esmerado; que actuemos con la decisión necesaria y sin demora, cuando de ello dependa evitar un daño grave, inmediato e irreparable y que, cuando realicemos una detención, velemos por la vida e integridad física de las personas a las que se vaya a detener y todo ello teniendo siempre presente los principios de congruencia, oportunidad y proporcionalidad en la utilización de los medios de los que dispongamos o tengamos a nuestro alcance. Todo un conglomerado de obligaciones, requisitos y principios difícilmente observables en determinados supuestos, en los pocos segundos o minutos en los que suelen sucederse los hechos que se deriven de la propia intervención. Posteriormente los mas nimios detalles de la intervención serán minuciosamente analizados placidamente desde la distancia.
Por primera vez en mí vida me encontré frente a individuos que veían en la bondad una debilidad y una invitación a la irreverencia y a la violencia. Me encontré frente a hombres, mujeres y niños que, bajo el impul­so del miedo, de la desesperación o de la emoción, apelaban a lo que se encontraba tras mi uniforme azul y mi insignia para guiarles, vigilarlos y di­rigirles. Para alguien que había siempre condenado el ejercicio de la autoridad, aceptarse como símbolo ineluctable de autoridad fue una amarga revelación.

Descubrí que entre encontrar a individuos como lo había hecho en el marco de instituciones psiquiátricas o penitenciarias, y enfrentarse con ellos, como debe hacerlo el policía cuando son violentos, están excitados o desesperados, había un mundo. Al vestir el uniforme de policía perdía el lu­jo de estar sentado en un despacho climatizado con mi pipa y mis libros, con versando reposadamente con el autor de una violación o de un robo a mano ar­mada sobre los problemas de su pasado que le hablan conducido a ponerse con­tra la ley.  ¡Aquellos delincuentes parecían tan inocentes, tan inofensivos en el marco aséptico de la prisión! Los delitos que habían cometido a menudo terribles, pertenecían a un pasado ya muy remoto y se reducían como a sus víctimas, a cierto número de palabras impresas en una página.

Ahora, en cuanto policía, empecé por primera vez a ver en el delin­cuente una amenaza muy real para mi seguridad personal y la de nuestra sociedad. El criminal ya no era una persona inofensiva, vestido con un mono azul, sentado al otro lado de mi mesa en mi despacho de la prisión, ni una “vícti­ma” de la sociedad, que debía ser tratada con piedad y clemencia. Era un au­tor de robo a mano armada que huía del lugar de su fechoría, un loco peligroso que con el arma en la mano amenazaba a su familia, alguien que agazapado tras el volante de un automóvil en una calle mal iluminada podía matarme.

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